Un día de enero (qué importa el número) amanecí con ardor en los brazos. Estaban rojos y picaban. Lo dejé pasar durante el día (igual y esa leche ya no servía), pero durante la noche comenzaron a picar más.
El siguiente día de ese enero amanecí peor: El color rojo se había extendido hasta el pecho y ahora mi cuerpo estaba intervenido por una franja de fuego pintado. Ya no lo podía dejar pasar.
La doctora dijo que era alergia y que desaparecería con una (muchas, de hecho) pastilla; después de dos días, las pastillas sólo sirvieron como revelación: La alergia no era física.
Revisé lo sucedido días antes:
Me enamoré.
Me enamoré y dejé que tu cabeza estuviera en mis brazos. Dejé que tu cabello reposara sobre mi pecho, y me enamoré.
Ahora mi cuerpo me reclama más de ti. Aquellas partes en llamas de mi cuerpo que convivieron contigo, necesitan reencontrar el fuego del que se escaparon: Tú.
Pero tú no estarás ahí,
y mi cuerpo se quemará.
El inicio placentero de lo caliente del fuego se tornará en un agresivo incendio que consumirá mi ser. Mis brazos, mi pecho... Después mi cara y mis piernas. Consumirá todo sin piedad, hasta el último cabello que pretenda escaparse del desastre.
Porque no estarás ahí para calmar el fuego.
Porque no estarás ahí para dosificar el fuego.
Porque no estarás ahí.
Porque no estarás ahí.